domingo, 12 de diciembre de 2010

"Shutter Island"  ( La Isla Siniestra) de Martin Scorsese (2010)

El tema del doble en el arte. Como juego. Como castigo. Como conjuro. Como expresión de una angustia inherente a la condición humana: somos sujetos divididos por dentro. Nos conocemos y nos desconocemos
Shutter Island es un film que con las recetas a mano, la preescripción cuenta con los cinco dedos de una mano disfuncional que quizá traslade al espectador a conceptos como: isla, tormenta, humedad, locura, cárcel, frío, Dachau, la mente humana, la supuesta corrección, el manipuleo. Alto reto para un director tratar con la psicología, con el terror bien narrado, ese de tintes góticos, a la Edgar Allan Poe, o con el lente, tributos a Hitchcock (desde los planos de las construcciones hasta la aparición de los que no están en la mente de los presentes, veáse Vértigo), a Shock Corridor, de Sam Fuller, o hasta al mismo Stanley Kubrick (los pabellones bien pueden recordarnos en su oscuridad a lo que Kubrick buscó con la luz en films como Barry Lyndon o, más directo, en los interiores de The Shining)



Shutter Island, un relato que habla de forma muy explícita acerca del control institucional sobre la salud mental de la sociedad, donde el territorio cerrado de la isla a la que se refiere el título despliega toda una alegoría sobre el aislacionismo que facilita la vigilancia (a la altura del Gran Hermano orwelliano) a través de un protagonista de personalidad confusa.
La aparición de nombres transmutados en anagramas va más allá de su explícita enunciación: el desorden de las letras que los forman fomenta la crisis de la identidad, permitiendo el control sobre la voluntad, creando una espiral de falsedades, un antojo de espejos metafísicos en los que el Yo y su doppelgänger se intercambian no sólo los papeles sino también sus espacios, manejados éstos (el real y el virtual, el de la vigilia y el del sueño, el de la consciencia y el de la inconsciencia...) por ese titiritero llamado Estado.
La sociedad queda así amputada de un futuro en el que atisbar cualquier esperanza, viviendo en un presente contaminado de doloroso pasado del que es imposible escapar.
Shutter Island dispara sus dardos envenenados más allá del evidente conflicto argumental, ese que debido precisamente a su explícita resolución parece querer negar la teoría sobre la navaja de Ockham, pues lo más simple no siempre es lo más obvio: es como aquel que, señalando, decía "Mira la luna"... y el tonto miraba al dedo. La última frase del protagonista en forma de pregunta retórica ("¿Es preferible vivir como un monstruo o morir como un hombre bueno?") se encadena con el plano final del faro, donde parece ser conducido para la "solución final": un espacio cerrado a las miradas, monolítico en sus formas (de evidente carácter fálico, que dirían los seguidores de Freud, ampliando el sentido andrófilo que planea sobre un relato plagado de poder masculino), apartado del complejo institucional/centro de reclusión/campo de concentración, un espacio que funciona a modo de alfombra bajo la cual se esconde la suciedad que molesta a la vista. Y, dentro de él, el "Pabellón C", lo más parecido que jamás haya visto a la cárcel de Dachau. Esta vez sí, con inquilinos... pero en la Bahía de Boston, a unas cuantas millas de la costa norteamericana.

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